A los 62 años falleció el escritor británico-estadounidense Christopher Hitchens. Fue autor de diatribas feroces, ensayos inquietantes, análisis políticos agudos y panfletos irritantes en revistas como Vanity Fair, Slate, The Atlantic, World Affairs, The Nation y Free Inquiry; participó de polémicas clásicas, cáusticas, incendiarias y definitivamente iconoclastas. Más que abnegado, fue un acérrimo militante antirreligioso en un mundo donde los niños nacen ateos y son educados tempranamente para dejar de serlo. No bien supo que la parca le pisaba la sombra volvió a exponer sus convicciones con claridad, como para que a nadie se le cruce la peregrina idea de atribuirle conversiones de último minuto, e hizo lo que pocos se atreverían: consciente de que el cáncer que le devoraba el esófago ampliaba su auditorio, expresó a sus ideas en voz más alta. La base de información demasiado sesgada para el gusto de muchos arreligiosos que sabían más de religión que él, la compensaba con argumentos duros (le importaba más la retórica que los cimientos), y con su trayectoria profesional, envidiable y no porque la revista “Time” lo considerase una de las siete celebridades más influyentes del mundo.
Hijo de un oficial de la marina inglesa y de una madre que lo sobreprotegía y adoctrinaba para que fuese “el mejor de la clase” y por lo tanto “parte natural de la alta sociedad británica”, Christopher fue un hijo tan desobediente como aplicado en sus estudios. Mientras pasó por Filosofía, Ciencias Políticas y Economía en el Balliol College de Oxford, fue un militante “setentista” (empezó en la izquierda dura trotskista) que luchó contra la guerra de Vietnam, recorrió Europa del Este y, cuando pasó por Buenos Aires para preguntarle a Jorge Rafael Videla por el destino de los desaparecidos, escribió que “debió tragarse el vómito” cuando tuvo que darle la mano.
En 1982 apoyó a Margaret Thatcher contra el desembarco de la dictadura militar argentina en las islas Malvinas. En 1989, cuando el ayatolá Khomeini convocó a «cazar y matar» a Salman Rushdie, autor de “Los versos satánicos”, su antislamismo se profundizó y se alejó radicalmente de toda corrección política. En eso estaba cuando, a comienzos de los 90, dejó alucinando en colores hasta a la izquierda rosa al pronunciarse a favor de la guerra de Irak. Aquel vuelco ya no era inesperado cuando, tras los atentados del 11-09, se afirmó en el credo conservador. ¿Qué sintió aquel día? “Alborozo, porque pensaba que ahora teníamos una confrontación muy clara entre todo lo que odio y todo lo que amo. Eso tiene un aspecto alegre, porque ahora sé lo que estoy haciendo.” ¿Lo mismo que había sentido su padre durante la Segunda Guerra Mundial?, le preguntó la periodista de The Guardian, Decca Aitkenhead. “Sí, exactamente”, contestó él.
Uno de los libros que lo hizo más conocido fuera de los Estados Unidos, “Dios no es bueno” (2007), no es probablemente lo mejor escrito desde el «anti-teísmo» (como él sólía definir su postura), pero nadie le puede restar mérito a su capacidad para descolocar a sus adversarios con su inteligencia chispeante, su sentido del humor y sus frases como azotes en cualquiera de sus recordados debates, muchos de los cuales, por suerte, están ampliamente disponibles en Youtube.
De Hitchens me gusta recordar sus investigaciones periodísticas, que realizaba cuando casi no era popular. Por ejemplo, el primer reportaje desmitificador sobre vida y obra de la Madre Teresa de Calcuta. Con ustedes, “Angeles del Infierno” (1994).