Cuando haya leído este post, le suplico al lector fingir amnesia o simular no haberlo leído. Es una historia que, como ya sabrá, merece pasar inadvertida. Pero antes, si le parece, entérese: yo se la cuento tal cual sucedió.
A fines de agosto pasado, en la ruta que va de Rosario a Victoria, Entre Ríos, me pareció ver un bosquecito blanco en medio del verdor del paisaje, a un costado de la ruta que lleva al Puente Rosario-Victoria. No es frecuente ver un monte blanco a la vera de los esteros, y este era demasiado blanco para que la explicación de su blancura fuera solamente el reflejo del sol del mediodía. Eran días de mucho calor para atribuir el color a la caída de nieve, pero el contraste no permitía que pasara desapercibido. Era un espectáculo curioso, lo suficiente como para bajar del auto con la cámara, escrutar la copa de aquellos árboles con el zoom e ir a buscar alguna respuesta al personal de la Policía Caminera, a ver qué sabían de aquella enigmática postal, que quizás ya había disparado fantasías entre automovilistas que, como yo, detuvieron sus coches preguntándose por aquel curioso disparate del paisaje.
No hizo falta entrar en nubes de mosquitos ni embarrarse las patas para adivinar que, en la espesura del monte, había aves en concurrida platea. “Son juacos”, explicó el vigilante. «Los pájaros -siguió-, depositan sus desechos mientras paran en los alisos de sauce», un follaje cuya infusión alivia dolores dentarios e infecciones urinarias (ver video; pese al viento algo se entiende).
Si la historia de aquella arboleda hubiese escapado de mis manos -quiero decir, si esto fuera apenas un cuento con intención de misterio-, quién sabe si el monte blanco de Victoria se hubiera convertido en refugio de larvas astrales, efecto de una helada espectral o una bifurcación contemporánea del ataque de los «Ellos» que Juan Salvo no pudo derrotar.
Pero aquel enigma enclavado entre Victoria y Rosario tenía solución, acaso la más prosaica del mundo. Era caca, el blanco de aquel bosque era caca de pájaro. Así constará en los Expedientes X de la Argentina. A menos que usted, que tuvo la buena voluntad de llegar hasta acá, eche un manto de piedad sobre aquel bosquecito, lo recuerde conmigo blanco como claro de Luna, y me ayude a fingir que aquí no ha sucedido ninguna cosa que valga la pena ser contada, ni recordada, ni nada.