Las hormigas se habían apoderado de la casa nueva. El mejor método para exterminarlas, me dijo la abuela Kika, es llenar el hormiguero de kerosene.
Era una solución sádica y poco vegana. Pero efectiva. Yo me había pasado la tarde recolectando estiércol del pasto. No teníamos guantes, pero me arreglé envolviéndome las manos con bolsas de nylon. Junté cuatro bolsas, un poco apenado porque en la Argentina el mejor destino de la bosta es el basurero, o usarla como fertilizante natural. Seca y apenas fragante, tiene el aspecto de un hongo delicioso y exótico. Si estuviésemos en la India alguien fabricaría incienso. O vibuthi, si hay necesidad de ceniza para emular al Sai Baba. Hasta en los EE.UU. destilan caca de ruiseñor para hacer cremas faciales. Pero acá tiramos todo.
Eva se acercó a la casa al galope, con su torso desnudo y sudado. Yo me preparaba para ir al centro de Vicente Carrión a comprar kerosene.
-¿Dónde le parece que puedo conseguir kerosene, don Evaristo?
Evaristo Suárez, el arquero que se deja ver los domingos en el llamado Baldío del Duende, bajó del animal y me explicó cómo llegar hasta la estación Esso. Que a lo mejor llegaba “a las ferreterías”, aunque en el camino iba a tener que ir con los ojos bien abiertos, ya que la gente es de tomarse la siesta en serio acá en Carrión.
Carrión está lleno de caballos y alrededor de las cabalgatas pasa de todo. Yo quería que Don Eva me revelara alguna de esas historias a cambio de unos mates y bizcochitos de grasa.
Pero mi prioridad era liquidar el hormiguero. Puse en marcha el Gordini y arranqué, esquivando montañas de mierda. No parecía haber una sola ferretería abierta, ni siquiera cerrada. Ya estaba pegando la vuelta cuando en el cruce de las avenidas principales veo ¡tres! tres ferreterías, dos de ellas unidas –o separadas– por una medianera. Sin perder el tiempo, enfilé directamente a las gemelas.
En el frente de ambas había parrillas, bolsas de carbón, tanques de agua y baldosas amontonadas. Qué alivio. Estaban abiertas. Era difícil decidirse. Las dos parecían muy completas. ¿En cuál venderían kerosene? Entré en una al azar y me dirigí al hombre con aspecto de dueño.
-No encontraba ferreterías abiertas por ninguna parte y de pronto aparece una al lado de la otra. ¡Se deben odiar!, le dije. El comentario podía ser desubicado pero a mí no me pareció: no había otros clientes en el local y lo hice con una mueca alegre, por si las moscas.
El hombre detrás del mostrador se mesó la barba y me contestó con la frase más corta del mundo.
-Somos ex amigos.
Sonrió, me preguntó qué necesitaba y fue a buscar la lista de precios.
“Kerosene: 24 pesos 1 litro”. No era caro, de hecho estuve a punto de comprarlo. Pero ¿qué apuro tenía? A lo mejor al lado estaba más barato. Y si no, le daba la oportunidad a la competencia de dar su versión sobre aquella presunta amistad desavenida.
Me disculpé y caminé dos metros y medio hasta la segunda ferretería.
-No encontraba ninguna ferretería abierta y de pronto aparece una al lado de la otra…, etcétera, etcétera.
El hombre detrás del mostrador, con menos humor que su vecino, hizo un silencio incómodo.
Cuando ya me estaba por sentir un miserable invasor de su intimidad, carraspeó y me preguntó:
-¿Qué necesita?
-Un litro de kerosene.
-Aquí no vendemos kerosene, pregunte al lado.
Me incliné en una reverencia y amagué a irme. Por un lado me empezaba a avergonzar de mi promiscua curiosidad, por el otro rumiaba cómo volver con mi inquietud a la carga. El hombre se adelantó:
-¿Usted no es de acá, no?
-No, contesté. Llegué hace pocas semanas.
– Es cierto –siguió–. Carrión tiene tres ferreterías, y dos de ellas están una pegada a la otra. ¿Qué le voy a decir? Es una larga historia. Ya algún vecino le va a contar. Cuando le cuenten, véngase y le digo cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía, ¿le parece?
Me retiré de aquella esquina convencido de que en el mundo vibra una historia fabulosa detrás de cada puerta. Que las mejores historias están esperando el visitante que las escuchará, las masticará pensando si será capaz de reconstruirlas sin un gramo de alucinación y, cuando esté seguro de que será un cronista fidedigno, las escribirá y así, tan pronto, las olvidará.