
Las palabras de Hawking, jubilado el año pasado de la cátedra que supo ocupar Isaac Newton en la Universidad de Cambridge, ahora las filtra una gran cadena de televisión. “No tenemos más que mirarnos a nosotros mismos para ver cómo la vida inteligente podría convertirse en algo que no quisieras encontrar”, asegura el cable que afirmó el cosmólogo. Hawking consideró “perfectamente racional” la hipótesis de la existencia de inteligencias extraterrestres. Si llegara a darse un encuentro entre alienígenas y humanos, Hawking no parece ser optimista. Ellos podrían invadir la Tierra para abastecerse, y si te he visto no me acuerdo. “Si nos visitaran, los resultados serían similares a cuando Cristóbal Colón desembarcó en América, algo que no terminó del bien para los nativos”, habría declarado el autor de Una breve historia del tiempo (1988), el libro de divulgación científica más vendido (y quizá, el menos leído) de la historia. “Para evitar el desastre -sigue el cable- el gran reto consiste en saber a qué se pueden parecer estos alienígenas”.

Otros detalles se nos escapan. ¿Quién sabe cuán a fondo argumenta a favor de la posibilidad de la existencia de vida en el Sistema Solar y más allá, hasta no ver el documental? En general, Hawking sólo especuló sobre vida extraterrestre microbiana. En la web del Discovery, el programa imagina herbívoros amarillos de dos patas, depredadores lagartiformes y bípedos con cabeza de sopapa. También muestra otras especies con un aspecto menos ofensivo a nuestra sensibilidad terrícola, como unos grises bioluminiscentes, cruza de pulpo y medusa, que nadan bajo los hipotéticos océanos helados de Europa, el menor de los cuatro satélites más conocidos de Júpiter.
Fin del contexto noticioso, que no es, como quedó dicho, el de un paper académico sino la gacetilla con que el Discovery promociona a su documental, Into the Universe with Stephen Hawking.
Como sea, la prudencia con que el científico aconseja tomar un posible contacto interplanetario ya ha sido diseminada por doquier gracias al efecto multiplicador que proporciona la autoridad de ser el científico más famoso del mundo después de Albert Einstein.

Algunos ufólogos han recibido las declaraciones de Hawking con una mezcla de gratitud y perplejidad: “¡Bien! Al menos admite la posible existencia de alienígenas”. En realidad no sólo eso, de ellas se deduce que podría aceptar que entre dos civilizaciones de culturas radicalmente dispares podría suceder algo parecido a la comunicación. “Pero ¿qué sabe Hawking sobre sus intenciones?” No faltará quien le reclame al cosmólogo bajarse de la silla de ruedas para “embarrarse las botas” antes de sembrar el pánico sobre el real objetivo de los inmaculados alienígenas.
Digamos ya mismo que el consejo de Hawking –el difundido, vaya a saber si literal- no fue tremebundo. No es distinto al que le puede dar un padre a su hijo: “No hables con desconocidos”.

No, la dictomía lagartos terroríficos versus crustáceos desprevenidos, a merced del peor régimen terrestre posible, no aclara las cosas.
Pero hay tres escenas emblemáticas del cine del siglo XX que echan luz sobre la cuestión. Una, el sacerdote que cayó fulminado en la primera La Guerra de los Mundos (B. Haskin, 1953) justo antes de exhibir el crucifijo. Otra, aquellos felices contactados que, sobre la terraza del Empire State, elevaban plegarias de bienvenida a los “Hermanos Superiores” antes de ser pulverizados por la nave insigna de Independence Day (R. Emmerich, 1996). Y, por último, la suelta de palomas chamuscadas por los marcianos de Tim Burton (Mars Attack! 1996).
El cine ironizó sobre la ilusión del buen marciano antes y mejor.
Si bien no hay por qué dudar a priori de las buenas intenciones de los buscadores del contacto, ¿a cuento de qué tanta confianza? En este caso, no cabe reprochar más que una humana dosis de ingenuidad. En el mismo tren especulativo, ¿corresponde medir con la misma vara a las primeras generaciones de radioastrónomos y científicos del espacio? ¿Podrían ser las generaciones futuras víctimas de nuestra propia curiosidad? ¿O el error está en prejuzgar que todo lo extraño representa una amenaza potencial?
AL ENEMIGO, NI JUSTICIA. Entre la ficción y la ciencia tenemos más de sesenta años de mitología ufológica por desmenuzar. No voy a resumir aquí lo que me costó 347 páginas de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (2009). Pero sí recordar que, allá por 1965, el astrónomo inglés Martin Ryle, presidente de la Comisión de Radioastronomía de la Unión Astronómica Internacional, estuvo entre los primeros científicos en manifestarse escéptico respecto de la búsqueda de vida extraterrestre. Más interesado en la investigación radioastronómica tradicional, Ryle rechazó una propuesta de cooperación con sus pares de la Unión Soviética. Como se advierte, las nuevas generaciones le pasaron por encima. Pero en 1974, cuando el radiotelescopio de Arecibo, en la caribeña isla de Puerto Rico, apuntó su antena a la constelación de Hércules para transmitir el primer saludo a una eventual civilización extraterrestre, Ryle sembró la duda: “¿Qué es esto de andar ventilando más allá del Sistema Solar nuestra posición? ¿Y si son violentos? ¿Y si tienen hambre y vienen por nosotros?”. Frank Drake le contestó que su inquietud llegaba con atraso: las señales de radio y televisión ya se habían disparado hace décadas, alertando a eventuales alienígenas sobre nuestra pista (un tema que Contacto, la novela de Carl Sagan, trata con exquisita imaginación, conocimiento y sentido del humor). Además, el mensaje de Arecibo había sido enviado a 25 mil años-luz de la Tierra, es decir, iba a tomarse 25 mil años en llegar a destino. Con todo, el cacareo de las coordenadas de la Tierra en el espacio -y la responsabilidad científica al respecto- era tema de peliagudos debates.

1. Toda acción capaz de ocasionar perjuicio a otra especie es absolutamente inadmisible.
2. En caso de perjuicio, el que provoca el daño deberá ofrecer indemnización plena.
3. Cada especie tiene derecho a la defensa propia.
4. Todas las especies inteligentes del universo gozan de igualdad de derechos.
5. Cada uno de los sujetos del metaderecho tiene el derecho de la propia libre disposición.
6. Cada especie tiene el derecho de reivindicar el propio espacio vital.
7. El principio de conservación de una especie no tendrá preferencia frente a la evolución de la otra.
8. Ninguno de los sujetos del metaderecho podrá exigir algo imposible.
9. Las estipulaciones del metaderecho son de cumplimiento obligatorio.
10. Ninguna de las normas del metaderecho deben ser respetada si su observancia tuviera por consecuencia el aniquilamiento de la especie comprometida por la obligación.
11. Es más un principio ético que legal, el que una especie venga en auxilio de otra en caso de necesidad (1).

Entre los argentinos, el jurista Aldo Armando Cocca, gestor del Planetario Galileo Galilei de la Ciudad de Buenos Aires, escribió –también en 1957- una de las primeras Teorías del Derecho Interplanetario (2). Las ideas de Cocca se cristalizaron en 1987 en el primer Protocolo Internacional elaborado sobre el tema, titulado XII Tablas para Investigadores en Inteligencia Extraterrestre. Sus autores, entre quienes se destacaron el diplomático Michael Michaud y el astrónomo argentino Jorge Sahade, concluían que: a) “si bien la Humanidad no está lista para iniciar comunicaciones interestaleres” (…) “para evitar el impacto negativo que podría suceder a la recepción de una señal artificial desde el cosmos (…) es necesario que la humanidad esté informada y prevenida” y b) “El código de conducta para investigadores debe contener guías precisas que respondan, al menos, al siguiente principio: prudencia, verificación, verdad, lealtad y respuesta inmediata. La conducta a observar por los responsables de contestar ha de ajustarse a los principios de respuesta universal, amistosa bienvenida, entendimiento y no agresión, cooperación, respeto y preservación de la vida y de la propiedad”.
En el curso de toda discusión sobre cómo manejar una eventual relación con extraterrestres, el acento está puesto en las acciones humanas. La razón es sencilla: nadie puede adivinar los modales de una civilización alienígena, que es bastante razonable presumir radicalmente ajena. Esto también supone un misterio de primera magnitud acerca de cuál es el modo más adecuado de presentarse ante inteligencias no humanas. En 1973, las sondas Pioneer arrojaron fuera del Sistema Solar una plancha de aluminio con el dibujo de un hombre y una mujer desnudos. Sólo el hombre “saludaba” (como si el gesto pudiera significar algo para otra cultura) y -para horror de Hawking- se ventilaban las coordenadas de la Tierra en la galaxia.

Ronson: -¿Entonces le dirán al mundo que los extraterrestres nos están mandando señales, pero renunciarán a decir de dónde?
Davies: -Exacto.
Ronson: -Le matarán. Le atraparán y le torturarán para sacarle la información.
Davies: -Pero ¿cuál es la alternativa? Imagine que vamos a las Naciones Unidas… que son tan “expertas” en encontrar soluciones armoniosas a los problemas del mundo… sería un completo desastre. ¿Y cuáles son las agencias que pueden representar realmente a la humanidad? No acudiría a la Iglesia Católica, ¿verdad? Ni al Ejército de EEUU.”
El curso de acción más prudente, siguió Davies, “será crear una especie de parlamento de la ciencia como el creado para supervisar la exploración científica de la Antártida”. El periodista de The Guardian insistió, quería saber qué mensaje transmitirán.
Davies: -Creo que debemos decir algo sobre nuestros logros científicos y sobre nuestra comprensión acerca de cómo funciona el mundo. Algo de física fundamental, biología. Pero, sobre todo, de física y astronomía.
Ronson: -¿Y algo de música clásica?
Davies: -Bueno, podemos, pero no va a significar gran cosa para ellos
Ronson: -¿Y por qué no significa nada para ellos?
Davies: -No hay nada seguro en este juego, pero nuestra apreciación del arte y la música está muy relacionada con nuestra arquitectura cognitiva. No hay ninguna razón por la cual otras especies inteligentes compartan nuestros valores estéticos. La teoría de la relatividad general es impresionante y, sin duda, ellos la entenderán. ¿Les mostrarías un Picasso, la Mona Lisa? No les interesaría.
El disco de oro que la NASA envió a bordo de las sondas Voyager contenía discursos de Kurt Waldheim y Jimmy Carter. “Eso es un mundo de distancia con lo que deberíamos hacer”, respondió Davies. Y, con visible franqueza, concluyó que intentaría decir a los extraterrestres que en el planeta no hay un gobierno unitario, que la Tierra “es un gran lugar de libertad, si no una anarquía… Aunque decir esto a los alienígenas si solo tenemos las matemáticas en común será una especie de desafío.”

El 4 de diciembre de 1989, en su primer encuentro cumbre en Ginebra, Reagan le propuso a su par soviético, Mijail Gorvachov, la siguiente suposición: “Si el mundo sufriera una amenaza del espacio exterior; ¿no cree que nuestros países olvidarían sus diferencias para unirse frente al enemigo común?”. En 1986, durante el primer encuentro sobre Posibilidades de Vida Extraterrestres organizado por la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, el difunto sociólogo Guillermo Magrassi dijo que, si el dilema se da en esos términos, “juro luchar codo a codo… junto a los invasores.” El conductor de La aventura del Hombre no había convivido en vano largas temporadas con chiriguanos, tobas y mapuches. Ese día dio una lección de realismo moral que se anticipó varias décadas a los crustáceos de District-9 o a los pandorianos que refrescan cuál es el predador más destructivo sobre la Tierra.
Gorvachov, a la sazón secretario general del Partido Comunista de la URSS, desestimó la oferta de Reagan porque “no tenía clara la posición de la teoría marxista-leninista acerca de la legitimidad de cooperar con los imperialistas contra una invasión interplanetaria”, en clara demostración de que el líder soviético no había leído a J. Posadas.
Pero, ops, la apelación de Reagan no figuraba en el memo oficial del gobierno norteamericano para la cumbre: el presidente había improvisado. Al regresar de Ginebra, Reagan se jactó de haberse anotado un poroto ante Gorbachov. Colin Powell, su consejero de seguridad, se interesó en el asunto y averiguó que aquel día Reagan -fanático de la ciencia ficción desde sus tiempos en Hollywood- había buscado inspiración en el film The Day the Earth Stood Still (El día que paralizaron la Tierra, R. Wise, 1951).

Ronald Reagan fue un apasionado por los ovnis desde 1981. En 1986, visitamos con el periodista J. Antonio Huneeus al coronel húngaro Colman VonKeviczky, presidente del grupo de investigación ovni Icufon, en su casa en New York. VonKeviczky nos mostró la correspondencia que intercambió con Reagan y nos reveló sus intentos por influir al Secretario General de las Naciones Unidas, U Thant, para que la ONU creara una agencia de vigilancia de la actividad ovni. Su predicamento alcanzó al presidente de la isla caribeña de Grenada, Eric Gary, quien en 1978 dio un discurso en la Asamblea General de la ONU sobre la necesidad de proteger la vida de “alguna criatura ultramundana que viniese a despedazarnos, a desollarnos la piel de nuestras espaldas como nosotros hacemos con los árboles”. Para VonKeviczky, los ovnis eran «una fuerza de tareas intergaláctica resuelta a destruir el planeta, a menos que los líderes del mundo pongan fin a sus hostilidades».
Y vos ¿de qué lado estás?
Bibliografía consultada
1) Lemarchand, Guillermo A. El llamado de las estrellas. Búsqueda de inteligencia extraterrestre. Ed. Lugar científico, 1992.
2) De León, Pablo; Historia de la Actividad Espacial en la Argentina (2008).
3) Jonson, Jon: First contact: The man who’ll welcome aliens. The Guardian, 6-03-2010.
4) Villanueva Prieto, Francisco Darío (2010). El Apocalipsis de la realidad, en Lámpara Azul. Revista del Instituto de Estudios Clásicos Occidentales y Orientales.






