Yo solo quiero volver a casa

Veintiséis horas después de iniciada la cuarentena, nuestro colaborador y amigo rosarino Daniel Sargatal escribió en su muro en Facebook:

Salgo a fumar un pucho al patio.

Se siente una presión en el aire. Es claro el ruido de motores. Tres helicópteros pasan volando en formación. Es siniestro. Quedo helado, empiezo a flashear cualquier cosa. Después me tiento. No puedo parar de reírme, no puedo. Termino despertando a toda la familia. Escuchan los helicópteros y mis carcajadas. Se asustan. Cuando se dan cuenta de cuál es la situación me ligo algunas puteadas.

Ya no se oyen los helicópteros. Todo vuelve a la calma.

Salgo a fumar un pucho al patio.

Doscientas treinta horas más tarde, saliendo del octavo día, pasaron cosas. Entonces, escribió una crónica envuelta por una densa atmósfera de sospecha: Sargatal es autor de relatos fantásticos y trip reports, entre la psicodelia y la abducción.

Su relato muestra cómo en una mente sitiada puede encarnar la más feroz pesadilla.

Por Daniel Sargatal / Ilustraciones: Bansky / Musicalización: Nahuel G. Dimarco Bustos

Dark Rainy Night. Es la música recomendada para leer esta crónica

Por un motivo que prefiero no explicar estamos haciendo la cuarentena en una casa alquilada. Está en una especie de barrio parque. Salgo a comprar. Me alejo ocho o diez cuadras hasta encontrar un almacén. Vuelvo con varias bolsas. Me doy cuenta de que el lugar es muchísimo más grande de lo que parecía. Se multiplican los jardines y los parques, hay muchísimos caminos. No puedo encontrar el pasillo entre dos setos que lleva a la casa. Camino, camino y cada vez estoy más perdido. No sé el nombre de la calle o no lo recuerdo. Intento llamar por teléfono a Rossana para que me lo diga. Pero, al marcar el tercer dígito, el teclado se descompone y aparecen letras del alfabeto cirílico.

Ya es noche cerrada llevo horas caminando, pido un teléfono prestado a unas personas que hacen cola en una especie de quiosco. Nadie me lo presta. Finalmente, la quiosquera me alcanza un teléfono fijo a través de la ventana. Al marcar el tercer dígito el teclado se descompone y aparecen letras del alfabeto cirílico. Es imposible hacer la llamada.

Estoy muy angustiado, yo solo quiero volver a casa. Los parques se empiezan a llenar de gente con conservadoras, cada grupo con parlantes, todos al máximo, todos escuchan una música espantosa y la suma del total es infernal. Algo está mal, definitivamente mal. Le pregunto a alguien si terminó la cuarentena y me responde: no, es sábado.

De pronto me encuentro con una estación de servicio que, según recuerdo, estaba a cuatrocientos metros de la casa. Intento rehacer el camino. En algún momento perdí las bolsas de comida, tengo los pies ampollados de tanto caminar pero por fin estoy en la dirección correcta. Llego al parque frente al caminito que lleva a la casa. La aglomeración de gente es tremenda. Me cuesta avanzar.

Se corta la luz, todo el babel de música espantosa termina de golpe. Se llena de camionetas y colectivos del ejército y de la policía. Las tropas cargan contra la gente, la taclean, le ponen precintos en las manos o directamente la muelen a palos y la dejan tirada. De unos vehículos, mezcla de camiones de bomberos y ambulancia, bajan unos personajes vestidos como obreros de frigorífico pero con ropa de cuero. Cargan malamente a los que las tropas van dejando tirados por el suelo.

Corro para escapar, me meto por unos pasillos oscuros y sin darme cuenta termino en una casa. Me encuentro con una chica, intento tranquilizarla. Le explico cómo llegué ahí. Se muestra sumamente comprensiva y amorosa.

Me invita a tomar café. Vive con una amiga. Cierran todas las puertas y ventanas. La puerta tiene muchas llaves. Incluso se cierran con llave las ventanas.

Mientras tomamos el café ella arma un cigarrillo y me lo pasa, me parece antihigiénico, me debato entre aceptar o quedar como un guarango con estas chicas tan amables que me salvaron de la represión. Finjo dar una pitada apoyando los labios en los dedos y se lo paso a la amiga. Ella se ríe y me besa en la boca. No me gusta para nada. Descubro que ambas tienen la cara desfigurada por el botox y cosas peores, solo la falta de luz me las hizo ver jóvenes. Se ríen y sus risas suenan siniestras. Les pido permiso para ir al baño. Voy solo. Al pasar por la cocina veo manchas de sangre en las manijas de la heladera. Abro esperando encontrar restos humanos. Lo que encuentro es distinto y parecido: hay una cantidad de billeteras ensangrentadas. El baño tiene una claraboya bastante grande, levanto la tapa y me escapo.

En la calle la escena es dantesca. Sigue la cacería.

Veo un flaco que baja por una alcantarilla, lo sigo.

Estoy en una especie de rave, hay mucha gente saltando endemoniada. Tienen los ojos en blanco, están totalmente sacados. Hay cuerpos tirados por el piso.

Uno que parece lúcido los aleja de la pista arrastrándolos por los pies. Le pregunto qué pasa. Me cuenta que es la rave del fin del mundo, que ahí toman la droga definitiva, una droga de la que no bajás. Es genial, me dice, no necesitas más nada, ni comer, ni dormir, bailás hasta que la palmás. Como no tiene dinero ya no consume y se dedica a acarrear cuerpos hasta que pueda ganar para otra dosis.

– Pero te morís, le digo.

– ¿Y qué? No necesitás más nada.

Le informo que arriba la represión arrecia y responde:

– Acá nadie nos toca, se ve que da ganancias.

En eso, revienta una granada en el otro extremo y aparecen tropas y carniceros. Los bailarines no se inmutan, se presagia una masacre. Corro en sentido opuesto por las catacumbas. Encuentro una escalera y subo.

Aparezco en 5ta Avenida, en un local de videogames y pool que cerró a mediados de los 80′, los flippers y maquinitas están prendidos pero cubiertos de polvo y telarañas.

Me doy cuenta que perdí la ropa, estoy semidesnudo, mugriento y un poco magullado. Yo solo quiero volver a casa pero cada vez estoy más lejos.

Salgo a la calle Santa Fe, en la esquina está el café Imperial, circulan colectivos fileteados, hay muy poca gente por las veredas.

Tiene que ser el mediodía, el sol está alto, todo tiene el color de una polaroid antigua y despintada. Por la esquina de Entre Ríos aparece una tanqueta, tropas y carniceros.

No creo probable que pueda explicar estando desnudo y en una sala de videojuegos que no era mi intención violar la cuarentena. Corro hacia calle Corrientes y al doblar me topo con dos carniceros que cargan cuerpos en una camioneta como si fuera ganado, levantan la vista y me ven. Intento decir que yo solo quiero volver a mi casa. Me despierto gritando.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

Contacto: aagostinelli@gmail.com
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