Todos tenemos cierta debilidad por escapar de quienes no piensan igual que nosotros. Si alguien intenta deslegitimar tu opinión, no cortes el diálogo: actuar con respeto y empatía, aun en el enojo, marca la diferencia.
Por Alejandro Agostinelli
Algunos amigos, con ideas más o menos afines, me preguntan por qué tengo contactos o amigos en las redes con ideologías tan distintas de la mía.
No es bueno vivir dentro de una burbuja, les contesto (a veces). Es elemental conocer qué piensan, en qué creen y cómo perciben el entorno los otros. No estamos solos, nos amuchamos en un sitio donde coexisten diversas ideas y parar la oreja a otras voces nos ayuda a movernos con más eficiencia en el medio social. Es también una manera de tantear en la oscuridad del otro lado. Un otro lado que a veces es omnidireccional: no vivimos en un mundo de blancos y negros.
A veces leo el muro de ciertos contactos y me enojo, pero trato de calmarme y seguir adelante. En ocasiones, interactuar con ellos me ha permitido notar mi error, corregirme o contrarrestar mi sesgo (todos, hasta los más presumidos, tenemos sesgos). Casi siempre la diferencia enriquece: es inspirador salir de la zona de confort. Es más, que esa persona no piense como yo puede llegar a ser casi el único aspecto virtuoso de esa relación.
Tenemos la tendencia a aferrarnos a visiones del mundo que –creemos– son las correctas porque asirse a ellas es parte de un impulso ancestral, que es la búsqueda de seguridad. Un pulgar que chupar, por usar la metáfora del gran Asimov.
Vivir dentro de una pecera es cómodo. Pero el mundo es más complicado. La “realidad” es un mapa lleno de imprecisiones. Al dial cognitivo lo mueven fuerzas subjetivas, no existe la sintonía fina. Hay que hacer continuos ajustes para calibrar la visión. Y ni así somos completamente justos. Ese cerco lo propicia el propio engranaje de las redes sociales, pero también la naturaleza humana. Somos proclives a agruparnos por afinidad y eso a veces potencia excesos que llevan a excluir al “extraño”.
LA SOLIDARIDAD NO PAGA
La democracia, la pluralidad y la diversidad, tomadas en serio, se basan en el respeto por el otro, la escucha y no pocas veces en el esforzado ejercicio de la tolerancia. Eso no significa bancarnos insultos o descalificaciones brutales; sin duda eventualmente convendrá eliminar vínculos tóxicos. Pero creo que casi siempre es provechoso acercarnos a ideas alejadas de las propias.
Estos días revueltos, consecuente con esa filosofía, he seguido a varios contactos que configuran una categoría aparte, que no sé cómo llamar –si tenembaumitas, coreocentristas o demócratas disfuncionales ¡qué difícil definirlos sin ser peyorativo!– que miran su entorno desde lo alto de su ego, aparentemente sin vértigo y, sin duda, sin ninguna humildad.
Como la ignorancia es generosa a la hora de articular frases rotundas y “desideologizadas”, no tardan en generar cierto número de aplaudidores. Si basan sus afirmaciones en fakes hechos a la medida de su público, ahí tenemos éxitos virales como los posteos de ciertos tránsfugas.
La apelación más efectiva es denostar en forma grandilocuente y demagógica a la “corrupción” y al “populismo”, sobre todo para asociar a ambos conceptos, o se pierden en retóricas de supuesta justicia o equilibrio para justificar acciones que atentan contra miradas políticas que les caen pesadas. Es el discurso que, en la práctica, sostiene a los Trump, a los Bolsonaro y a las corporaciones amenazadas por gobiernos que no pueden controlar del todo. Claro, a nadie le gusta quedar pegado a los villanos. Entonces, niegan ser de derecha o izquierda y afirman abrazar valores democráticos –llamarse democráticos no obliga atender las urgencias de las clases sociales bajas y nadie es sancionado por ser indiferentes a (o defensores de) medidas económicas que mantienen el malestar o destruyen el bienestar de millones, en muchos casos causando daños permanentes.
EL ANTIPOPULISMO HULK Y LA DOCILIDAD ANTE EL PODER REAL
Durante estos años, en nuestra región, ha sido fácil reconocerlos. Se autodenominan “liberales”, “republicanos” y a veces hasta “socialistas” y, aparte de ponerse picantes contra el populismo, llevan las manos a la cartuchera si las lecturas de uno no son las que ellos prefieren.
Si te acusan de progre, estás en el horno. Si encima sos un “progre a la violeta”, ni te cuento: si no sos blanco de sus ataques es porque ya enrolás las filas de los “idiotas útiles”. Eso sí, ellos caminan en puntas de pie cuando gobiernos como el de Macri o Piñera apalean opositores o encarcelan, justo antes de las elecciones, al candidato que podía evitar la asunción de un fascista a la presidencia del Brasil.
Esa pasividad que tienen con las tiranías capitalistas y los representantes del poder financiero los transforma en Hulks frente “los populismos”. En Chile el escándalo es mostrar a lumpenes desatados, a pedir de boca de la TV oficialista –y no a la primera dama recomendando a los de su clase “empezar a disminuir sus privilegios” para contener la invasión alienígena. En la Argentina lo oprobioso es “70 años de peronismo” (así de disparatado como suena) y no la puntería de la derecha para transferir beneficios a las minorías más acaudaladas cada vez que tiene oportunidad de tomar las riendas del poder. Por eso ahora justifican y hasta celebran el golpe de estado contra Evo Morales, que hubiera debido entregar el gobierno en enero de 2020 si los militares no lo hubiesen obligado a dimitir, e ignoran los mecanismos constitucionales que existen para convocar a nuevas elecciones.
Después del tropiezo de pretender la reelección perpetua o las denuncias de irregularidades en las últimas elecciones, que la OEA afirma haber detectado, el antídoto anti-Evo no debería ser peor que la enfermedad. Pero ahí están otra vez los Hulks, dándoles la bienvenida a militares, convocados por grupos ultraderechistas empoderados por las clases altas, constituidas por la oligarquía agraria, financiera y el clero, que agitan el revanchismo étnico y social, que por otra parte comenzó el mismo día que Morales asumió la presidencia del país.
Algo más: hasta los centristas más benevolentes tienen un problema con las prioridades, sobre todo para diferenciar enemigos principales de adversarios secundarios y para distinguir lo grave de lo urgente. A ese derechismo visceral le importa poco la ética, por eso priorizará buscar los pecados y los datos que darán sentido a su causa.
Están entre nosotros, ¿qué le vamos a hacer? ¿Los vamos a echar? ¿Acaso no te mofabas de los que quisieron crear pichettolandia?
Claramente, nadie tiene por qué irse a tomar unas cervecitas con ellos. Nadie está obligado a incluirlos en su vida. Pero bloquearlos es tan simplista como negarles existencia. Aprender a convivir en sociedad no es fácil, pero es básico en un sistema democrático que, si lo aceptamos, no debería ser tan elástico como para permitir desviaciones monárquicas, como nombrar jueces a base de DNU, gobernar para corporaciones o salir a cazar a una comunidad que protesta en una ruta perdida del sur porque le molesta al Sr. Luciano Benetton, al frente de un emporio al que le importan bastante poco los Santiago Maldonado de este mundo.
Por último, tenemos cierta debilidad por escapar de quienes no piensan igual a uno. Si intentan deslegitimar tu opinión por medio del maltrato, debemos hacer un gran esfuerzo para no cortar la comunicación. Quién no pasó por eso. Bueno, actuar con respeto y empatía, aun en el enojo, es lo que nos tiene que diferenciar de ellos.
Además, en caso contrario, ¿cómo pedir a los otros que se sobrepongan a sus sesgos y diversifiquen sus fuentes?
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